Accidente en la Luna

 —Tenéis una hora. Después os quedaréis sin oxígeno. – las palabras de mi jefe resonaban en mi cabeza. –Trabajad, ser eficientes y volved. No quiero más papeleo.

Suspiré, aún no habíamos sacado nada en claro, y nos quedaban menos de veinte minutos. Mi compañero, un ingeniero espacial, intentaba sin éxito extraer información del dispositivo, pero era imposible. Estaba demasiado dañado.

Al principio, me había resignado a observarle trabajar, de vez en cuando veía como acariciaba su colgante. Era una rosa de plata, regalo de su mujer. Ella amaba las flores y él siempre, en su aniversario, le regalaba un ramo. Siempre  que estaba nervioso, tocaba instintivamente su collar. Le recordaba a ella y a la seguridad del hogar. Desesperada por la falta de respuestas, le dejé con la caja negra del satélite y comencé a buscar. 

Empecé a deambular por los alrededores.

Sabía que no se había caído solo. Era nuevo, hecho a partir de la mejor tecnología, por los mejores. Con él, transmitíamos información a la población de la tierra. Hablábamos con nuestros familiares, pedíamos comida, recursos. Éramos la primera colonia de la luna, y en nuestros cinco años de historia, jamás se había cometido un crimen como aquel. 

Entonces encontré un tornillo en el suelo, y otro, y ¡otro! Seguí el pequeño camino formado por tuercas, aluminio, y demás piezas. Estaba segura de que no eran del satélite.

—¡No te alejes! – me prohibió mi compañero, pero en cuanto volvió a sumirse en las profundidades de la programación, seguí mi camino.

Me habían asignado a mí ser la detective del caso. Era la jefa de seguridad de la luna. Mi trabajo era sencillo, mi día a día era arreglar las tuberías, supervisar la iluminación de los túneles y mantener el orden en el edificio central. Fácil. Nada que ver con satélites caídos del cielo espacial.

PI…PI… El sonido venía de mi traje, faltaba poco tiempo y me estaba avisando. Pronto dejaría de tener oxígeno y el transmisor dejaría de funcionar al igual que mi micro, pero tenía un presentimiento. Debía seguirlo. 

¡No puede ser!

Delante de mí, había un dron destrozado por una colisión. Sus piezas estaban desperdigadas por el cráter, pero aún conservaba en perfecto estado su brazo robótico. Me acerqué, y lo que vi me dejó helada. Me agaché temblorosa, y con cuidado agarré lo que sujetaba. En mi mano sostenía un ramo de girasoles.

—No puedes contarlo. – pidió mi compañero, quien se encontraba a mi espalda.

—¿Qué has hecho? – pregunté, pero ya sabía la respuesta.

—¡Fue un accidente!

Y entonces se abalanzó sobre mí. Los dos caímos y forcejeamos con el pitido de nuestros trajes como melodía. No pensaba morir ahí así que tiré de uno de sus tubos, y retrocedió. Aproveché para salir corriendo y no paré, con lo girasoles en la mano, hasta llegar al edificio.

Mi compañero no me siguió. 

Horas más tarde, mi jefe me interrogó.

— ¿Qué ha pasado? ¿Cómo se cayó el satélite?

—Por un acto de amor. 

Cometa.



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