Una semana de locos


Subía las escaleras como cualquier otro día, diez minutos antes de mi hora, me gustaba ser la primera en llegar. Ser la primera en empezar, en ordenar, en acabar. Era feliz en mi soledad, era feliz subiendo las escaleras en vez de subir en ascensor. Era feliz en aquellos diez minutos.

El edificio estaba vacío, en silencio. Un silencio que se rellenaba con la música a todo volumen de mis cascos. No notaba el vació que aún permanecía en aquel frío edificio, y así, en mi ignorancia, subía las escaleras como una niña pequeña. De dos en dos y con los pies juntos, una pequeña competición contra mi aburrimiento. Fue entonces, con la pausa entre canción y canción que escuché una ligera risa a mis espaldas. 

Me giré despacio con la cara colorada y vi a un total desconocido, un joven de más o menos mi edad, riéndose de lo que acababa de ver y yo, yo me di la vuelta y continué mi camino, con la cabeza alta y saltando los dos últimos escalones que me faltaban. Nadie iba a quitarme mis ocho minutos restantes de felicidad, o sí.

La vergüenza me inundó por dentro y se mezcló con un sentimiento de arrepentimiento. 

Bonita primera impresión. 

Me recompuse al llegar a mi cubículo, y ya sentada frente al ordenador pensé en que algunos seguimos amando a nuestro niño interior, y otros, otros le han matado hace tiempo. Y ahí, en mi zona segura sonreí. Me gustaban mis pequeñas locuras, eran las que me alegraban mis días en aquella oficina. Todos eran tan estirados, tan formales y yo, bueno, yo era yo. 

El día se me hizo eterno mientras veía al joven de antes, un nuevo becario, reírse junto con sus nuevos colegas mientras me miraba de reojo. No me sorprendió ver que encajaba a la perfección con ellos. Uno más, me dije.

Al día siguiente, llegué un par de minutos más tarde de mi hora habitual, y mientras corría escaleras arriba me encontré otra vez con él. Se me dibujó una sonrisa al ver que se encontraba felizmente saltando los escalones de dos en dos, con una risa que inundaba aquel silencio, con una risa preciosa. Sonriendo decidí darle espacio, y dejarle con su felicidad, a pesar de que él trastocó la mía. Tras un par de minutos subí, y le encontré en su oficina y otros dos compañeros. Les saludé, ellos no lo hicieron. Como siempre.

Una parte de mí se encogió de angustia, aunque estaba tan acostumbrada a sus desplantes no me esperaba aquella reacción del chico nuevo. Me dolió admitir que su mirada de indiferencia si me hizo daño. Él era nuevo, era imposible que me odiara tan pronto, ¿no? Suspirando me coloqué mi pelo rojizo en un moño y me dispuse a trabajar. No necesitaba amigos, y mucho menos como ellos, y me lo repetí en bucle hasta que estaba tan metida en los números que sus voces fueron disipándose hasta desaparecer. 


Era viernes, unas horas más y sería libre, libre de ellos, del trabajo, de toda preocupación típica de la adolescencia más que de mi veintena. Volvía a encontrarme en un estado de felicidad, más por la idea del fin de semana que por la llegada a mis minutos de tranquilidad, pero aún así, me sentía feliz, era feliz. Lo juro.

Iba a subir por las escaleras, pero me encontré con un cartel de recién fregado y llamé al ascensor.  Busqué a mi alrededor a Juanjo, era quien limpiaba las oficinas, mi único amigo en aquel lugar, pero no le vi por ninguna parte. 

¡Ding!

Subí al ascensor y marqué el tercer piso. Tras un par de segundos las puertas volvieron abrirse y escuché voces provenientes del pasillo.

— Os juro que viene siempre a esta hora.
— Espero que salte mejor que tú el otro día.
— Shh que nos va a oír.
— ¿Qué haces con el móvil? Así no vas a grabar nada.

Me quedé helada, pegada contra la pared que nos separaba mientras un sudor frío me recorría la espalda. ¿Siempre a la misma hora? ¿Saltando? La realidad chocó conmigo a ciento veinte kilómetros por hora, un coche contra hormigón, huesos rotos, corazón partido, lo mismo.

Intenté salir de aquella pared, pero mi cuerpo no respondía, no podía entender, no quería entender. Todo era mentira, mi felicidad y su risa, su risa, su chiste, yo. No sé cómo llegué al ascensor, golpeé frenéticamente el botón, esperando que subiera más deprisa y cuando al fin se abrió la puerta, y mis lagrimas caían por mi rostro, allí estaba él. Con ojeras, mirada triste, ni me miró, y entonces comprendí. No era a mí a quien esperaban. Era a él.

Me subí al ascensor, con el miedo aún metido en los huesos y cuando las puertas se fueron a cerrar, puso su mano y entró conmigo. Con la misma mirada de pánico que yo había tenido, y sin embargo, sacó de su bolsillo un pañuelo y me lo ofreció.

Lo acepté y me quedé en silencio sin saber bien que decir. Fue él quien lo rompió.

— Esos eran mis amigos, o eso creía yo. Supongo que les duele ver la felicidad de los demás, les duele tanto que no paran hasta extinguirla.

Asentí con la cabeza.

— Perdona, no me he presentado, me llamo Eric, ¿y tú?

Ahí es cuando le miré, ¿de verdad quería saber mi nombre? El nombre de la chica rara, la callada, la que salta. Sin embargo, su mirada estaba cargada de furia y comprensión y era tan real su preocupación por mí que, que sonreí entre lágrimas.

— Me llamo Ariel. - contesté esperando su reacción, a su risa, a su burla.

— ¿Cómo la sirena? ¡Me encanta! Te va al pelo... Perdón. - respondió sonrojándose al ver que mi cara era un poema.

Y rompimos a reír y cuando de repente se apagó la luz, reímos aún más. Estábamos tan preocupados de alejarnos de allí, de huir, que no habíamos dado a ningún botón. No fue hasta que uno de ellos, cansado de esperar a Eric, había llamado al ascensor que la luz volvió y se abrieron las puertas. Quieto, helado y sorprendido, así se quedó, mirándonos, ahí los dos juntos, riéndonos, con mis ojos llorosos y su rostro avergonzado.

Allí estaban los raros, los dos locos de la oficina, con una carcajada pura y sincera, riéndonos y olvidándonos del miedo y la tristeza que habíamos sentido los dos.

— Ven, te invito a un café. - conseguí decir entre risas contagiosas.
— Vale, pero yo invito al siguiente.

Y ahí, los dos raros, los locos, dieron al botón de la primera planta y dejaron atrás a la maldad por un rato, luego volverían a enfrentarse contra ella, pero esta vez, no estarían solos.

- Cometa
#SoloUnaHistoriaMás




Comentarios

  1. Muchas gracias por dejar un comentario, me alegra mucho saber que has disfrutando leyendo. ¡Vivan los locos y los raros!

    Un abrazo fuerte, Cometa.

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  2. Me encanta tu historia y como escribes!! Sigue así!!

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